domingo, abril 13, 2008

Estación central de Brasil, de Walter Salles


La semana pasada vi por segunda vez Estación Central de Brasil, de Walter Salles (Brasil 1998), que ganó el Oso de Oro del Festival de Berlín y el Premio del Público en San Sebastián.
¿Cine documental? ¿Cine poético? ¿Cine social? ¿Road Movie? Sin duda, todo y nada. La fotografía es magnífica. La historia, hermosísima. La dirección, inmejorable. Los actores, sensacionales. El doblaje, pésimo, pero no puede ser todo perfecto. Josué, un niño de nueve años, pierde a su madre. La única persona que lo conoce algo, una mujer egoísta que se gana la vida escribiendo cartas para analfabetos que luego nunca envía.
La moralidad de Dora, al comienzo de la película, es detestable (vende al niño por una televisión). Al final se ha convertido en una heroína. El gesto final, su sacrificio mayúsculo, conmueve. Una película iniciática para ambos, para el niño, por supuesto, pero más para Dora, que echa las cartas que escribe en una ciudad perdida del Brasil.
Hay una escena en la película que me emociona porque habla con el lenguaje del cine, sin palabras, sólo con imágenes y nos cuenta algo complejo y bellísimo; Dora es una solterona que nunca se ha enamorado de nadie. Conoce a un camionero, evangelista, soltero también. Algo surge entre ambos. Después de un día con su noche en la carretera, él invita a comer a Dora y a Josué, pero Dora en seguida manda al niño a jugar al billar. Hablan. Dora se levanta. En el baño se arregla y se pinta los labios, quizás por primera vez en su vida. Mientras tanto el niño y el camionero se miran. Es un reto. El niño golpea con violencia el billar. Volvemos al baño: Dora sale arreglada. Pero el camionero ya no está y vemos su camión alejarse por la carretera. Ha entendido que es un obstáculo entre Dora y Josué. El amor. Es una escena preciosa de amor.
Así entendí yo esta escena la primera vez que la vi, hace años. Lo mismo me ocurrió la semana pasada, y esto que veía yo tan claro unos amigos con los que estaba me dijeron que no, que él huye por miedo a complicarse la vida. Yo me mantuve en mis trece. Seguramente el director lo quiso dejar abierto, pero la mirada desafiante del niño al conductor, esos segundos largos en que se retan, son, en mi opinión, lo mejor de la película.

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