Esta historia es, misteriosamente, cierta. Me la contó hace tres días una señora de casi setenta años. Ella es esa deliciosa muchacha de dieciséis en la historia.
Allá por los años cincuenta, cuando Madrid era de color sepia, el barrio de Pacífico (y con él, la ciudad) acababa en la calle Cavanilles. Lo que hoy conocemos como Avenida del Mediterráneo, el barrio del Niño Jesús, con su colonia, y el barrio de la Estrella no eran más que un frondoso descampado, empinado y un tanto abrupto. Era una mañana ya fresca de octubre. Una muchacha de aspecto tímido, lo que enaltecía todavía más su extraordinaria belleza, de esas que no deslumbran pero convierten en delicioso todo lugar por el que pasa, como éste que describimos, andaba distraída hacia ninguna parte, paseando por los alrededores del Retiro, al alba. Subió una encrespada montaña que hacía frontera con el popular parque. Un chico rubio de nueve años, sucio, mal vestido y de mirada incisiva despertó a la doncella de sus pensamientos. Ella sabía de quién se trataba, aunque nunca había hablado con él; era uno de los tres hijos del borracho que vivía en la chabola, en la única chabola del barrio, la última, la que había logrado resistir.
- ¿No tienes frío?
- No.
- ¿Cómo te llamas?
- Andrés.
- ¿Vas a la escuela?
Esta vez la contestación fue un ligero levantar los hombros que se podría traducir por un simple “No”.
- ¿No te gustaría ir?
Recibió la misma respuesta.
- ¿Y no quieres hacer la Primera Comunión?
Volvió a levantar los hombros, pero ahora, con la mirada iluminada, pronunció un “Sí” más alto que si hubiera gritado, un “Sí” tan mudo como ensordecedor.
La muchacha, que tenía dieciséis, cogió de la mano al chico y se dirigió hacia su casa, es decir, la chabola. Suponía que el padre no pondría resistencia a que su hijo hiciera la Comunión, y quién sabe, a lo mejor sus dos hermanos también querían. Lo suponía porque la hija mayor, de catorce, iba a menudo a la Iglesia.
Al llegar se encontró a la hermana y al padre, pero éste, consciente de su situación (ya había bebido, a pesar de que era muy temprano) se levantó y con una leve y majestuosa inclinación saludó y se despidió a un tiempo de la invitada.
Helena, la hija mayor de la familia, explicó a la altruista protagonista de esta historia que sus hermanos no sabían leer, que no estaban escolarizados (nadie podía llevarlos a la escuela) y que, por tanto, y muy a su pesar, no podrían. Salieron a dar un paseo. El fresco del lento amanecer no había desaparecido. Aquella mañana nació una amistad entre ambas que duró muchos años.
Esa misma tarde fue ella a la parroquia para explicar al señor cura la situación; tres muchachos de siete, nueve y trece años querían hacer la comunión, pero no sabían leer… El señor cura fue claro: si no saben el catecismo a la perfección, no hay nada que hacer.
Y así, todas las mañanas, durante siete largos meses, recitaban los chicos al unísono, con ella, pregunta por pregunta, el catecismo. El día del examen el señor cura no podía comprender cómo, sin saber leer, los pequeños del borracho eran los que mejor respondían las preguntas.
Además, ese mismo año, la joven catequista consiguió, no sin ciertos obstáculos burocráticos, escolarizar a los tres chavales, encontró un trabajo más digno para Helena y, finalmente, un día, allá por mayo, con un sol que irradiaba una luz de oro sobre las flores del altar, tres niños rubios, un poco menos sucios que otros días, realizaron un sueño por el que habían luchado muchas mañanas; hacer su Comunión.
Con el tiempo la joven hermosa se casó, y a la boda acudieron tres chicos que ninguno de los invitados conocía. Su aspecto llamó la atención sobre más de uno, e incluso hubo quien se atrevió a decirles que aquello erauna boda, que si podían esperar a que terminara la ceremonia. La hermana mayor, un poco distante, escuchó decir al más pequeño:
- Esta mujer es, por supuesto, mi madre. A lo mejor tú no le debes nada a ella. Yo, lo mejor que tengo.
3 comentarios:
Qué bonito. Deben hacer algo en tu barrio.
Precioso!
¡Gracias!
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