Sabía que era un riesgo, pero me lancé. Mandé a mis alumnos de 1º de bachillerato comprar La Otra Gente, de Pedro Antonio Urbina (Fundación de Cultura Andaluza, Númenor, Sevilla 2007). Llamé a Fidel Villegas, le pedí los libros. Llegaron. La idea era leer los cuentos en clase e ir coméntándolos. Me encontraba con varias dificultades (o eso creía):
1º El género del cuento no es el más leído, y menos entre chicos de 16-17 años.
2º Los cuentos de PAU son muy poco narrativos y muy líricos.
3º En una clase de 35 alumnos sospechaba que les iba a costar ir hablando de los cuentos que íbamos leyendo con naturalidad; ya sabéis la timidez que a veces impide expresar lo que se siente con ciertas edades.
y 4º Pensba que podía no gustarles el libro, por su lirismo (una vez un padre me aconsejó, y sabiamente, que tenía que entrarles a los chicos más por lo lúdico que por lo lírico).
Y comenzamos a leer. Y al terminar el primer cuento, después de varias intervenciones (primer obstáculo superado) entendimos todos que nos enfrentábamos a un libro de carácter iniciático. Buena lectura. Y seguimos leyendo. Y aparecieron los grandes temas de la litertura: la muerte, el amor, el dolor, la alegría... Uno de los cuentos que más les gustó fue "El Payaso" (como veis, tienen buen gusto mis alumnos). También "los cangrejos", "Luz de cerilla" (son bastante románticos) y un largo etcétera. Pero sin duda, el que generó más entusiasmo fue el del señor Butifarrón: "El paseo de los plátanos". Y es que, por lo visto, es muy común a todos nosotros no valorar lo que tenemos hasta que desaparece...
Después de las lectura, les pedí que me escribieran en un folio una reseña del libro. El entusiasmo que ha producido en casi todos los alumnos la lectura de estos cuentos tan geniales me ha hecho pensar que quizás no me doy cuenta de que la buena literatura, aunque no sea fácil, es la que hay que acercar a los jóvenes lectores y dejarse de libritos facilones y simples, que si quiero animar a leer a mis alumnos, tengo que invitarles a leer lo mejor, porque no son nada tontos y lo saben apreciar, y disfrutar. Ellos me han dado una lección. Y aquí dejo esta experiencia por si a alguno le sirve.
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domingo, febrero 14, 2010
martes, diciembre 08, 2009
Las olas

Esta historia es una más, tan real como que hoy es 8 de diciembre de 2009 y que hace casi un año esto ocurrió, y que esto se escribió... Lo malo es que hoy, ayer, durante estos meses sigue ocurriendo; en Canarias, en Madrid, en todo el mundo. Y yo que me quejo de la insidiosa alergia... La alergia es un lujo que sólo podemos permitirnos algunos...
Es la una de la mañana. En la sala de espera del aeropuerto apenas hay diez personas. Quiero fumar un pitillo y subo a la terraza. El aire de Canarias es saludable. El humo de mi cigarro es especialmente blanco y denso en esta noche estrellada. A lo lejos se oye el continuo batir de las olas (lo mejor de Canarias es, sin duda, el ruido del mar). Vuelvo a casa, a la tierra castellana, a los horizontes chatos de neón y cristal. Vuelvo a casa, con los míos y mis trajes, mi cerrada vida social, mis deberes y mis clases. Vuelvo a casa.
No sé porqué me vuelve a la memoria. Quizás sea el batir de las olas, allá, en el mar. Yo sabía que mi amigo arriesgaba y apuraba demasiado con la moto. Íbamos sin rumbo, como hacíamos siempre. Acabamos en los suburbios portuarios de la ciudad, el último muelle. También sabía que en aquellos viejos e inservibles barcos que nunca volverían a navegar vivía gente, gente sin papeles, sin dinero, sin otro hogar mejor. Esas gentes que se instalaban en el mar acababan sus días en el mar.
Cuando subimos a aquella barcucha que milagrosamente flotaba no sabíamos que nos encontraríamos con aquella chica, tan guapa, tan frágil, tan sola... Sola con un niño de apenas tres meses.
¿Dónde está tu madre?
No sé. ¿Sois policías?
Ella misma se dio cuenta de la evidencia, así que seguimos conversando.
¿Necesitas algo?
De ustedes, no. Gracias.
Continuó la conversación. quella muchacha vivía sola con su hijo. No era canaria ni española. Simplemente era un ser humano que quería vivir, cuidar a su niño y hacerlo feliz, algo que ella era pero por motivos demasiado abstractos: amaba. Intentamos explicarle la cantidad de servicios sociales que existen en España. Nos dijo que ya, que sobre el papel es todo muy bonito. Después de contarnos lo que tenía que hacer para pagar ese alquiler ilegal y dar de comer a su hijo se nos hizo un nudo en la garganta.
Volvimos a la moto. En el camino de vuelta no hablamos. Pensábamos qué podíamos hacer. Tanto enredo de mafias, la policía, a la que sin duda había que esquivar. El batir de las olas. El sol espléndido y la tormenta dentro de esa pequeña embarcación oxidada. Apenas dormí esa noche. A la mañana sigiente mi amigo me confesó que le sucedió lo mismo:
Pero seguro que hay alguna forma de ayudar.
Al menos pudo contárnoslo, desaogarse, llorar.
Sí, pero...
Sí, pero eso quizás es lo mejor que podremos hacer por ella.
¿Necesitas algo?
De ustedes, no. Gracias.
Continuó la conversación. quella muchacha vivía sola con su hijo. No era canaria ni española. Simplemente era un ser humano que quería vivir, cuidar a su niño y hacerlo feliz, algo que ella era pero por motivos demasiado abstractos: amaba. Intentamos explicarle la cantidad de servicios sociales que existen en España. Nos dijo que ya, que sobre el papel es todo muy bonito. Después de contarnos lo que tenía que hacer para pagar ese alquiler ilegal y dar de comer a su hijo se nos hizo un nudo en la garganta.
Volvimos a la moto. En el camino de vuelta no hablamos. Pensábamos qué podíamos hacer. Tanto enredo de mafias, la policía, a la que sin duda había que esquivar. El batir de las olas. El sol espléndido y la tormenta dentro de esa pequeña embarcación oxidada. Apenas dormí esa noche. A la mañana sigiente mi amigo me confesó que le sucedió lo mismo:
Pero seguro que hay alguna forma de ayudar.
Al menos pudo contárnoslo, desaogarse, llorar.
Sí, pero...
Sí, pero eso quizás es lo mejor que podremos hacer por ella.
Ahora no me cabe duda de que no sólo era lo mejor que podíamos hacer por ella, era lo único, y sin duda, lo mejor.
domingo, junio 07, 2009
Un cuentecillo adolescente
Revisando cuentos descubrí esto. No es muy bueno, lo sé. Pero quizás a alguien le haga gracia. Un saludo desde la barra.
"Asistía en la Escuela a una apasionante clase del insigne catedrático Torras. Verán ustedes, ayer por la noche me quedé a ver el partido que echaban en diferido por la Dos, y no sé si esto tuvo que ver con el fenómeno tan curioso que experimenté; los párpados inferiores atraían irresistiblemente a los superiores como si fueran unos poderosos imanes. Esta tendencia a pegarse y juntarse iba unido a una especie de pérdida de conciencia o sensación de abandono de la realidad.
"Luchaba contra esta fatal atracción que me impedía comprender y aun ver las fórmulas que el profesor Torras explicaba en la pizarra. Pero, en un momento dado, párpados superiores e inferiores se juntaron definitivamente.
"Inexplicablemente, me encontré viajando por el espacio pilotando una pequeña nave hiperpropulsada. Viajaba, insisto, por el Universo, y esquivaba estrellas, planetas, satélites y meteoritos. Tenía miedo porque la nave iba muy rápido y con un pequeño giro del volante ésta daba vueltas sobre sí misma haciendo más difícil todavía la conducción, y como había una gran densidad de tráfico aéreo, pues estaba rodeado de naves similares a la mía, estuve a punto de estrellarme en más de una ocasión.
"El caso es que tuve que pegar un fuerte frenazo para no empotrarme con un gigantesco monstruo. La nave quedó parada y suspendida en la inmensidad del espacio. En frente, el indeseable ser me miraba fijamente. Se fue acercando lentamente hacia la nave. Hablaba un lenguaje extraño y no conseguí entender nada. Levantó su enorme brazo y lo dejó caer con gran fuerza sobre la parte delantera de la nave rompiendo todos los cristales y dañando seriamente los motores y el sistema de defensa.
"Los pilotos de las otras naves, que también se habían parado ante el indeseable ser que me atacaba, bajaron de las mismas. Imagínense cuál sería mi sorpresa al descubrir que flotaban en el aire y se balanceaban de un lado para otro; se retorcían como si un profundo dolor de estómago les acosase. Emitían una espacie de aullidos escandalosos y ridículos.
"Me hice cargo de la situación, o acababa yo con el horrible monstruo o él acabaría conmigo. El golpe, ya lo he dicho, destrozó todos los misiles y como los cristales estaban rotos por el puñetazo con que intentó asesinarme arranqué el asiento de mi nave y me preparé para lanzárselo a su espeluznante cabeza calva.
"Los pilotos de las otras naves, reponiéndose de sus dolores de estómago, intentaron evitarlo, (era evidente que se trataba de una conspiración inter-espacial para acabar conmigo), pero llegaron demasiado tarde; la silla le abrió la cabeza al monstruo asesino y acabé con él".
- Está bien, dijo el juez, puede sentarse. Tiene la palabra la acusación.
La señora de Torras, vestida de negro, abandonó cabizbaja la sala. La historia del "horrible monstruo" la conmocionó.
viernes, noviembre 09, 2007
Crónica del barrio
Esta historia es, misteriosamente, cierta. Me la contó hace tres días una señora de casi setenta años. Ella es esa deliciosa muchacha de dieciséis en la historia.
Allá por los años cincuenta, cuando Madrid era de color sepia, el barrio de Pacífico (y con él, la ciudad) acababa en la calle Cavanilles. Lo que hoy conocemos como Avenida del Mediterráneo, el barrio del Niño Jesús, con su colonia, y el barrio de la Estrella no eran más que un frondoso descampado, empinado y un tanto abrupto. Era una mañana ya fresca de octubre. Una muchacha de aspecto tímido, lo que enaltecía todavía más su extraordinaria belleza, de esas que no deslumbran pero convierten en delicioso todo lugar por el que pasa, como éste que describimos, andaba distraída hacia ninguna parte, paseando por los alrededores del Retiro, al alba. Subió una encrespada montaña que hacía frontera con el popular parque. Un chico rubio de nueve años, sucio, mal vestido y de mirada incisiva despertó a la doncella de sus pensamientos. Ella sabía de quién se trataba, aunque nunca había hablado con él; era uno de los tres hijos del borracho que vivía en la chabola, en la única chabola del barrio, la última, la que había logrado resistir.
- ¿No tienes frío?
- No.
- ¿Cómo te llamas?
- Andrés.
- ¿Vas a la escuela?
Esta vez la contestación fue un ligero levantar los hombros que se podría traducir por un simple “No”.
- ¿No te gustaría ir?
Recibió la misma respuesta.
- ¿Y no quieres hacer la Primera Comunión?
Volvió a levantar los hombros, pero ahora, con la mirada iluminada, pronunció un “Sí” más alto que si hubiera gritado, un “Sí” tan mudo como ensordecedor.
La muchacha, que tenía dieciséis, cogió de la mano al chico y se dirigió hacia su casa, es decir, la chabola. Suponía que el padre no pondría resistencia a que su hijo hiciera la Comunión, y quién sabe, a lo mejor sus dos hermanos también querían. Lo suponía porque la hija mayor, de catorce, iba a menudo a la Iglesia.
Al llegar se encontró a la hermana y al padre, pero éste, consciente de su situación (ya había bebido, a pesar de que era muy temprano) se levantó y con una leve y majestuosa inclinación saludó y se despidió a un tiempo de la invitada.
Helena, la hija mayor de la familia, explicó a la altruista protagonista de esta historia que sus hermanos no sabían leer, que no estaban escolarizados (nadie podía llevarlos a la escuela) y que, por tanto, y muy a su pesar, no podrían. Salieron a dar un paseo. El fresco del lento amanecer no había desaparecido. Aquella mañana nació una amistad entre ambas que duró muchos años.
Esa misma tarde fue ella a la parroquia para explicar al señor cura la situación; tres muchachos de siete, nueve y trece años querían hacer la comunión, pero no sabían leer… El señor cura fue claro: si no saben el catecismo a la perfección, no hay nada que hacer.
Y así, todas las mañanas, durante siete largos meses, recitaban los chicos al unísono, con ella, pregunta por pregunta, el catecismo. El día del examen el señor cura no podía comprender cómo, sin saber leer, los pequeños del borracho eran los que mejor respondían las preguntas.
Además, ese mismo año, la joven catequista consiguió, no sin ciertos obstáculos burocráticos, escolarizar a los tres chavales, encontró un trabajo más digno para Helena y, finalmente, un día, allá por mayo, con un sol que irradiaba una luz de oro sobre las flores del altar, tres niños rubios, un poco menos sucios que otros días, realizaron un sueño por el que habían luchado muchas mañanas; hacer su Comunión.
Con el tiempo la joven hermosa se casó, y a la boda acudieron tres chicos que ninguno de los invitados conocía. Su aspecto llamó la atención sobre más de uno, e incluso hubo quien se atrevió a decirles que aquello erauna boda, que si podían esperar a que terminara la ceremonia. La hermana mayor, un poco distante, escuchó decir al más pequeño:
- Esta mujer es, por supuesto, mi madre. A lo mejor tú no le debes nada a ella. Yo, lo mejor que tengo.
miércoles, diciembre 20, 2006
Un cuento sin grandes pretensiones
De camino a la cocina.
Estaba tumbado en la cama, leyendo a Poe. Me entró un antojo, uno de esos antojos infantiles y estúpidos propios de los niños y las embarazadas: un vaso de leche.
Como era muy gordo, o no tanto, pero lo suficiente como para hacerme el propósito de no tomar nada entre comidas, decidí aguantar.
Media hora después. Seguía tumbado en la cama. Me quedé dormido y soñé. Soñé con un mar de leche. Olas gigantes y cremosas rompían en la playa formando una espuma fresca y densa. Me bañaba y abría la boca sumergiéndome. Pero no tragaba nada; me dije: "Hasta dentro de dos minutos, nada". Y me regodeaba esperando que llegara el sublime momento, el momento del gozo, del éxtasis, el momento de dar el gran sorbo de leche, espumeante, dulce. Llegó. Abrí la boca y ...¡joder! me desperté.
No podía más. Me levanté. Abrí la puerta. Mis manos temblaban. Salté asustado cuando sonó el teléfono.
- Hijo, cógelo tú, por favor.
Era Alfonso. Quería que le resolviera una duda de matemáticas. Media hora después colgué el teléfono (es un poco corto Alfonso).
Quedaban pocos metros; el cuarto de Zezé, mi hermano pequeño, y la siguiente puerta, la cocina El corazón me latía fuerte. Iba a correr , pero me dije: "Luis, tienes diecisiete años, ya no eres un niño".
Un paso, otro, uno más. Estaba cruzando el cuarto de Zezé cuando éste me llamó. Me asusté y pegué un bote al oír mi nombre. Tiré un cuadro. Zezé lloró. Lo consolé. Colgué el cuadro. Quince minutos después Zezé estaba tranquilo, el cuadro en su sitio y yo no aguantaba ni un minuto más.
Como en una procesión solemne fui dando un paso tras otro, ceremoniosamente. Entré en la cocina.
Como era muy gordo, o no tanto, pero lo suficiente como para hacerme el propósito de no tomar nada entre comidas, decidí aguantar.
Media hora después. Seguía tumbado en la cama. Me quedé dormido y soñé. Soñé con un mar de leche. Olas gigantes y cremosas rompían en la playa formando una espuma fresca y densa. Me bañaba y abría la boca sumergiéndome. Pero no tragaba nada; me dije: "Hasta dentro de dos minutos, nada". Y me regodeaba esperando que llegara el sublime momento, el momento del gozo, del éxtasis, el momento de dar el gran sorbo de leche, espumeante, dulce. Llegó. Abrí la boca y ...¡joder! me desperté.
No podía más. Me levanté. Abrí la puerta. Mis manos temblaban. Salté asustado cuando sonó el teléfono.
- Hijo, cógelo tú, por favor.
Era Alfonso. Quería que le resolviera una duda de matemáticas. Media hora después colgué el teléfono (es un poco corto Alfonso).
Quedaban pocos metros; el cuarto de Zezé, mi hermano pequeño, y la siguiente puerta, la cocina El corazón me latía fuerte. Iba a correr , pero me dije: "Luis, tienes diecisiete años, ya no eres un niño".
Un paso, otro, uno más. Estaba cruzando el cuarto de Zezé cuando éste me llamó. Me asusté y pegué un bote al oír mi nombre. Tiré un cuadro. Zezé lloró. Lo consolé. Colgué el cuadro. Quince minutos después Zezé estaba tranquilo, el cuadro en su sitio y yo no aguantaba ni un minuto más.
Como en una procesión solemne fui dando un paso tras otro, ceremoniosamente. Entré en la cocina.
-Hijo, mañana a primera hora baja a comprar leche para el desayuno. Ya han cerrado y la que queda se ha cortado.
La sangre me hervía. Tuve un sentimiento extraño hacia mi madre. Temblaba de pies a cabeza y movía los ojos de un lado a otro como buscando algo (eso me contó Zezé) hasta que se clavaron en el cuchillo eléctrico de cortar carne.
martes, diciembre 12, 2006
México II
Buceando por mi caótico escritorio descubrí este cuento. Tiene la friolera de nueve años. Hoy no lo escribiría así. La verdad y la mentira se confunden, como dice Vargas Llosa, para intentar, sólo intentar en este caso, crear una nueva realidad. Espero que os guste.
Comí en casa de Poncho, con la mamá, Anita y el marranito. Al terminar la cena la mamá dio un sobre para los tíos, habría trabajado duro ese día. Poncho sonreía, siempre sonreía. Desde que lo conocí no dejó de hacerlo.
Poncho
Esta historia está contada por su protagonista. Me he limitado ha apretar el botón de la grabadora y a escuchar. Luego lo he transcrito lo más fielmente que he podido, limando tan solo los mexicanismos que pudiesen entorpecer la comprensión del relato. No hay, pues, artificio literario:
"Me llamo Poncho y nací en este barrio que usted dice de chabolas, cuando hablaba con su amigo aquél. Sólo he salido una vez de él, este barrio es mi vida. Esa casita del tejado rojo es la de mis tíos. Justito detrás está la casita donde vivimos mamá, mi hermana y el cerdito que le dije. Mi papá no vive..., digo que no vive allá, no más, vivir no sé...
Mi mamá antes vivía allá, detrás de las montañas. Ahorita vendrá de trabajar y ella se lo dirá. No sé en que trabaja, sé que algunos hombres que a mí me parecen muy malos vienen de cuando en cuando a buscarla, y sé que siempre vuelve llorando y se encierra en su cuarto..., pero antes deja unas monedas en la mesita para que vaya al mercado a por la comida. Mi mamá no lo sabe, pero estoy ahorrando para comprar una bicicleta y poder conseguir la plata sin que ella tenga que llorar..., tampoco sabe que mi hermana, Anita, llora cuando vienen los hombres malos. Entonces yo me pongo a distraerla y jugamos con el cerdito o con los vidrios de colores que colecciono. Entonces ella se olvida y no llora hasta que mamá está de regreso y se encierra...
La escuela es lo mejor. Allá tengo muchos amigos, pero mamá fuera de la escuela no me deja estar con ellos, tiene miedo de que de mayor tome y me haga malo como muchos, como papá, se le escapa a veces. Óscar es mi mejor amigo, es chaparrito y moreno y yo a veces tengo que defenderlo, que se meten con él. Es indito y sus papás me tienen mucho cariño. No saben hablar bien y por eso sufren mucho y no quieren conocer a mamá. Mi mamá lo sabe y para no apenarles, cuando va a la iglesia, que está más allá de la escuela, se queda en una esquina quietita para que no la vean.
Yo, a quien más quiero después de a Anita es a Óscar. Él fue quien me estaba curando las heridas con su saliva cuando usted me conoció, cuando salté la tapia llena de cristales que me clavé. Huía de mi primo. Todo empezó hace dos días. Mi mamá estaba llorando en el cuarto y yo montaba en el cerdito a Anita. Apareció mi tío, gritaba a mamá. Estaba muy enojado y además había tomado. Le decía a mamá que hacía dos meses que no pagaba el alquiler de la casa, que es suya. Tomé un cuchillo y lo eché. No, no se crea, estaba tomado y aunque tenga sólo nueve años se asustó al verme lleno de coraje.
Fue entonces cuando ayer vino mi primo para vengarle y darme una paliza. No es que sea un cobarde, pero mi primo, que tiene seis años más que yo, toma y cosas peores y va siempre con una navaja. Él corre más que yo, pero es menos ágil, por eso salté tejados y tapias hasta que di con aquella, la de los cristales, que me clavé en las manos y en las muñecas, y me puse a llorar. Mi primo, al verme así, me escupió y se fue.
Óscar, que vive allá al ladito vino para curarme. Es mi mejor amigo. Sabía que si le veía mi primo le daría una paliza. Y lo vio. Por eso hoy ninguno de los dos hemos ido a la escuela...
Ya le dije que sólo una vez he salido del barrio. Fue un día que uno de esos hombres malos llegó a casa. Mi mamá no quería ir con él, pero la obligó: la metió en el coche arrastrándola. Yo les seguí corriendo, luego agarré una bici, no sé de quién era, pero entienda que estaba enojado y lleno de coraje y no lo pensé. Seguí el coche sin perderlo gracias a los atascos.
El coche llegó a una casa cerca de la villita. Allí se metieron y yo un poco después... Me abrió el hombre malo. Me preguntó qué quería. Quería ver a mi mamá. Estaba llorando y me temblaban las piernas por el miedo, digo yo, el caso es que el señor malo me dejó entrar. Encontré a mi mamá en una alcoba. La abracé y estuvimos así unos minutos. Lueguito entró el hombre malo y mi mamá dijo que esperara fuera. De esto hace como cuatro meses.
Salí a la calle y como estaba al lado la villita fui a ver a la Señora para pedir por mamá, por Anita y por el cerdito. A cambio de que les cuidara le prometí que el próximo curso dejaría la escuela y trabajaría para que mamá no tuviera que llorar nunca más. Usted me dijo que tenía que seguir estudiando y me dio un montón de razones, y casi casi me convence..., ahora sabe que no voy a hacerlo, y espero que no se enoje. Yo soy buen estudiante, me gusta aprender, sobre todo de naturaleza y animales, no se crea que lo hago por vago, lo hago por lo que ya le dije.
Allá viene mi mamá. Como lo ha visto a usted y le tiene mucho respeto se está secando las lágrimas. Por favor, venga más a menudo, usted hace que mamá sonría... Sólo Anita lo consigue también. Anita es la que viene corriendo detrás de mamá..."
México, Julio de 1998
Esta historia está contada por su protagonista. Me he limitado ha apretar el botón de la grabadora y a escuchar. Luego lo he transcrito lo más fielmente que he podido, limando tan solo los mexicanismos que pudiesen entorpecer la comprensión del relato. No hay, pues, artificio literario:
"Me llamo Poncho y nací en este barrio que usted dice de chabolas, cuando hablaba con su amigo aquél. Sólo he salido una vez de él, este barrio es mi vida. Esa casita del tejado rojo es la de mis tíos. Justito detrás está la casita donde vivimos mamá, mi hermana y el cerdito que le dije. Mi papá no vive..., digo que no vive allá, no más, vivir no sé...
Mi mamá antes vivía allá, detrás de las montañas. Ahorita vendrá de trabajar y ella se lo dirá. No sé en que trabaja, sé que algunos hombres que a mí me parecen muy malos vienen de cuando en cuando a buscarla, y sé que siempre vuelve llorando y se encierra en su cuarto..., pero antes deja unas monedas en la mesita para que vaya al mercado a por la comida. Mi mamá no lo sabe, pero estoy ahorrando para comprar una bicicleta y poder conseguir la plata sin que ella tenga que llorar..., tampoco sabe que mi hermana, Anita, llora cuando vienen los hombres malos. Entonces yo me pongo a distraerla y jugamos con el cerdito o con los vidrios de colores que colecciono. Entonces ella se olvida y no llora hasta que mamá está de regreso y se encierra...
La escuela es lo mejor. Allá tengo muchos amigos, pero mamá fuera de la escuela no me deja estar con ellos, tiene miedo de que de mayor tome y me haga malo como muchos, como papá, se le escapa a veces. Óscar es mi mejor amigo, es chaparrito y moreno y yo a veces tengo que defenderlo, que se meten con él. Es indito y sus papás me tienen mucho cariño. No saben hablar bien y por eso sufren mucho y no quieren conocer a mamá. Mi mamá lo sabe y para no apenarles, cuando va a la iglesia, que está más allá de la escuela, se queda en una esquina quietita para que no la vean.
Yo, a quien más quiero después de a Anita es a Óscar. Él fue quien me estaba curando las heridas con su saliva cuando usted me conoció, cuando salté la tapia llena de cristales que me clavé. Huía de mi primo. Todo empezó hace dos días. Mi mamá estaba llorando en el cuarto y yo montaba en el cerdito a Anita. Apareció mi tío, gritaba a mamá. Estaba muy enojado y además había tomado. Le decía a mamá que hacía dos meses que no pagaba el alquiler de la casa, que es suya. Tomé un cuchillo y lo eché. No, no se crea, estaba tomado y aunque tenga sólo nueve años se asustó al verme lleno de coraje.
Fue entonces cuando ayer vino mi primo para vengarle y darme una paliza. No es que sea un cobarde, pero mi primo, que tiene seis años más que yo, toma y cosas peores y va siempre con una navaja. Él corre más que yo, pero es menos ágil, por eso salté tejados y tapias hasta que di con aquella, la de los cristales, que me clavé en las manos y en las muñecas, y me puse a llorar. Mi primo, al verme así, me escupió y se fue.
Óscar, que vive allá al ladito vino para curarme. Es mi mejor amigo. Sabía que si le veía mi primo le daría una paliza. Y lo vio. Por eso hoy ninguno de los dos hemos ido a la escuela...
Ya le dije que sólo una vez he salido del barrio. Fue un día que uno de esos hombres malos llegó a casa. Mi mamá no quería ir con él, pero la obligó: la metió en el coche arrastrándola. Yo les seguí corriendo, luego agarré una bici, no sé de quién era, pero entienda que estaba enojado y lleno de coraje y no lo pensé. Seguí el coche sin perderlo gracias a los atascos.
El coche llegó a una casa cerca de la villita. Allí se metieron y yo un poco después... Me abrió el hombre malo. Me preguntó qué quería. Quería ver a mi mamá. Estaba llorando y me temblaban las piernas por el miedo, digo yo, el caso es que el señor malo me dejó entrar. Encontré a mi mamá en una alcoba. La abracé y estuvimos así unos minutos. Lueguito entró el hombre malo y mi mamá dijo que esperara fuera. De esto hace como cuatro meses.
Salí a la calle y como estaba al lado la villita fui a ver a la Señora para pedir por mamá, por Anita y por el cerdito. A cambio de que les cuidara le prometí que el próximo curso dejaría la escuela y trabajaría para que mamá no tuviera que llorar nunca más. Usted me dijo que tenía que seguir estudiando y me dio un montón de razones, y casi casi me convence..., ahora sabe que no voy a hacerlo, y espero que no se enoje. Yo soy buen estudiante, me gusta aprender, sobre todo de naturaleza y animales, no se crea que lo hago por vago, lo hago por lo que ya le dije.
Allá viene mi mamá. Como lo ha visto a usted y le tiene mucho respeto se está secando las lágrimas. Por favor, venga más a menudo, usted hace que mamá sonría... Sólo Anita lo consigue también. Anita es la que viene corriendo detrás de mamá..."
México, Julio de 1998
Comí en casa de Poncho, con la mamá, Anita y el marranito. Al terminar la cena la mamá dio un sobre para los tíos, habría trabajado duro ese día. Poncho sonreía, siempre sonreía. Desde que lo conocí no dejó de hacerlo.
sábado, octubre 14, 2006
Hace años, en segundo de carrera, conocí a Marcelo. La historia que cuento ahora es real, aunque tenga la apariencia de cuento no hay ni pizca de ficción. Lo escribí hace lo menos ocho años, pero lo dejo tal cual, sin retocar. Lo único que puedo añadir es que los alcohólicos anónimos no existen. Marcelo me dijo que lo era. Le contesté que y un carajo, que se llamaba Marcelo, y que lo de alcohólico ya se arreglaría. Os dejo este retazo de mi vida, no comentéis bobadas.
"Hace unos instantes estaba ordenando las estanterías de mi dormitorio y me acordé de Marcelo.
Conocí a Marcelo en la puerta de la embajada francesa en Madrid. Los primeros días nuestra conversación era muy simple:
- Buenas tardes.
- Buenas tardes.
Nunca le di más importancia hasta que me pidió un cigarrillo. Fue ese día la primera vez que lo miré a los ojos y descubrí que detrás de esos harapos había una persona llena de enigmas y misterios, en fin, una persona.
Desde aquel día todas las tardes me pedía un cigarro. A las pocas semanas éramos amigos, íntimos amigos, pero el misterio de su vida lo fui descubriendo poco a poco, cada día un matiz de su fabulosa historia se me desvelaba, cada día profundizaba un poco más en su tragedia personal, y él en la mía.
Marcelo era un gitano de Triana, un poeta, artista de la guitarra y de la palabra, un humanista en su sentido más pleno, que recitaba a Lorca de memoria y se conmovía con un pajarillo. En otro tiempo tuvo éxito y viajaba de un lado a otro del mundo dando conciertos de flamenco. Sabía inglés y francés y no paraba de animarme a aprender idiomas, y que no bebiera, que no bebiera, por favor.
Ahora estaba ahí, tirado en una esquina, pidiendo dinero y cigarrillos. Era uno de esos alcohólicos anónimos, pero no era anónimo, era Marcelo, y estaba dejando la bebida para poder volver a Triana con su mujer.
Su hijo era bailarín. Cada vez que me hablaba de él lloraba. Algún día me lo encontré bebiendo. Me pedía perdón, sabía que yo le quería.
Un día, ordenando las estanterías de mi dormitorio caí en la cuenta de que hacía mucho frío. La tarde anterior estaba tocado y no aguantaría la noche a la intemperie. Fui a buscarle pero no lo encontré. Una viejecita me habló de una ambulancia que había recogido a un borracho.
Han pasado tres años y no lo he vuelto a ver. Y me he puesto ha pensar que quizá esté tirado en alguna esquina de alguna ciudad, y que la gente que pasa a su lado no le mira a los ojos y no descubre a una persona detrás de esos harapos, como yo durante tanto tiempo. Y por eso he dejado de ordenar mi dormitorio y he escrito esto, para que mires a mi Marcelo, a los marcelos del mundo, y descubras detrás de sus harapos, en sus ojos, personas, personas quizá mucho mejores que tú, con más corazón y con más poesía dentro".
"Hace unos instantes estaba ordenando las estanterías de mi dormitorio y me acordé de Marcelo.
Conocí a Marcelo en la puerta de la embajada francesa en Madrid. Los primeros días nuestra conversación era muy simple:
- Buenas tardes.
- Buenas tardes.
Nunca le di más importancia hasta que me pidió un cigarrillo. Fue ese día la primera vez que lo miré a los ojos y descubrí que detrás de esos harapos había una persona llena de enigmas y misterios, en fin, una persona.
Desde aquel día todas las tardes me pedía un cigarro. A las pocas semanas éramos amigos, íntimos amigos, pero el misterio de su vida lo fui descubriendo poco a poco, cada día un matiz de su fabulosa historia se me desvelaba, cada día profundizaba un poco más en su tragedia personal, y él en la mía.
Marcelo era un gitano de Triana, un poeta, artista de la guitarra y de la palabra, un humanista en su sentido más pleno, que recitaba a Lorca de memoria y se conmovía con un pajarillo. En otro tiempo tuvo éxito y viajaba de un lado a otro del mundo dando conciertos de flamenco. Sabía inglés y francés y no paraba de animarme a aprender idiomas, y que no bebiera, que no bebiera, por favor.
Ahora estaba ahí, tirado en una esquina, pidiendo dinero y cigarrillos. Era uno de esos alcohólicos anónimos, pero no era anónimo, era Marcelo, y estaba dejando la bebida para poder volver a Triana con su mujer.
Su hijo era bailarín. Cada vez que me hablaba de él lloraba. Algún día me lo encontré bebiendo. Me pedía perdón, sabía que yo le quería.
Un día, ordenando las estanterías de mi dormitorio caí en la cuenta de que hacía mucho frío. La tarde anterior estaba tocado y no aguantaría la noche a la intemperie. Fui a buscarle pero no lo encontré. Una viejecita me habló de una ambulancia que había recogido a un borracho.
Han pasado tres años y no lo he vuelto a ver. Y me he puesto ha pensar que quizá esté tirado en alguna esquina de alguna ciudad, y que la gente que pasa a su lado no le mira a los ojos y no descubre a una persona detrás de esos harapos, como yo durante tanto tiempo. Y por eso he dejado de ordenar mi dormitorio y he escrito esto, para que mires a mi Marcelo, a los marcelos del mundo, y descubras detrás de sus harapos, en sus ojos, personas, personas quizá mucho mejores que tú, con más corazón y con más poesía dentro".
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