jueves, noviembre 12, 2009

Otra paradoja a propósito de Chesterton

Ayer cometí un error, uno de esos errores infames contra los que he prevenido a amigos, alumnos y gente que aprecio. Pero ha sido una experiencia singular que paso a relataros.
Ayer por la noche no cabía en mí de gozo. Por fin me disponía a leer La Taberna Errante, del gran Chesterton. Abrí la edición de Acuarela y Machado. Tenía buena pinta. Y no sé el motivo, pero caí en el error: leí el prólogo. Creo que los prólogos son epílogos. Es decir, no creo en los prólogos, te condicionan la lectura, te llenan de prejuicios cuando no has tenido todavía un careo con el autor: cuando no has dialogado aún con él escuchas a un maleducado que lo juzga, con el peligro de condicionar tu lectura, destrozar el diálogo verdadero. Es una práctica antihumanista, mucho más triste que la de no leer del original. Los prólogos están bien, en todo caso, para leerlos después, para contrastar tu lectura con un tercero. Visto así no está mal.
Y el caso es que el prólogo de esta edición lo ha escrito un tal Santiago Alba Rico. Empiezo a leer, un poco incrédulo, quizás ya es tarde y estoy cansado. Releo, pero no, es verdad. Resulta ahora que Chesterton, nuestro Cesterton, es un marxista encubierto cuyo principal interés es fomentar la lucha de clases. Advierto que Alba Rico nos avisa de que Chesterton es un fiel portavoz de "nuestro viejo y a menudo malhumorado maestro (Marx)". Pasa que Chesterton se vuelve a leer en España gracias a la gente de "izquierdas" y que el socilismo y el comunismo se deben reformar desde sus postulados (ya nos gustaría a todos). De verdad que he leído todo esto, y mucho más, pero el ataque de risa que me entró imaginándome al gordo Chesterton leyendo estos descubrimientos me impidió retener en la memoria más sandeces y me conjuré a no leer nunca más un prólogo antes de lo que sigue.
Hoy he leído el primer párrafo y ya me he recuperado:
El mar era de un fantástico verde claro y la tarde había recibido ya el toque misterioso del anochecer, cuando una joven morena, vestida con traje de color cobrizo y de corte caprichoso (...) El motivo por el que miraba la línea que separa las dos inmensidades era el mismo que tuvieron tantas y tantas muchachas desde que el mundo es mundo. Pero no se divisaba ningún barco.

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