Ayer por la mañana leí la carta que Benedicto XVI escribe a los irlandeses. Es clara y rotunda, al tiempo que de ella emana una esperanza desconcertante. Paradójica. Y para entender esa paradoja tan profunda, la suerte, o el destino, o ya se figuran quién, hizo que leyera por la tarde, así, como al azar, "El negro artificial", de Flannery O'Connor, recogido en Antología del Cuento Norteamericano (Galaxia Gutenberg, Barcelona 2002) En este cuento un abuelo y su nieto viajan a la ciudad. El niño ha perdido a sus padres y sólo tiene al viejo. Quiere ir a la ciudad por segunda vez en su vida, pues nació allí. El viejo, un hombre astuto, valiente, virtuoso, que quiere dar a su nieto todos los conocimientos que le es posible dar, comete allí una vileza grande; rechaza, por causa del miedo, a su nieto. Después de esta infamia ambos vuelven al tren callados y separados por cinco metros. El viejo ha perdido todo el sentido de su existencia. El niño ha perdido a su abuelo. La distancia real que los separa no son esos metros físicos, ni ese silencio; es una culpa imperdonable. Uno, infractor. Otro, víctima. Parece que no hay salvación para ninguno de los dos hasta que ocurre el prodigio de la misericordia y ambos son redimidos. Y no sólo eso. El viejo cae en la cuenta de la suerte de gracia que le ha caído encima. Sin duda, el viejo desearía no haber cometido aquella torpeza, pero cometiéndola sabe de una savia nueva que nunca había gustado.
Las víctimas de todos los horrores que la prensa nos cuenta, Benedicto XVI, los irlandeses, los católicos... han sufrido mucho. Pero, gran paradoja, hay misericordia.
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