El jueves salí hacia Valencia un poco estresado por aquello de los atascos típicos de los puentes. Un mito, pensaba mientras circulaba casi solo por la carretera. Todo tenía su explicación; avanzábamos y dejábamos atrás un espléndido sol, un hermoso cielo azul, y poco a poco nos internábamos en una maraña de nubes. Me alegré con las primeras gotas de agua (tenía un poco sucio el auto). Con la espectacular tormenta ya entendí el porqué de la carretera vacía. Ya de noche llegué a mi destino; Jávea o Xavea. Dormí bajo el arrullo de las olas, el tintineo de la lluvia y los silbido del tiempo. Las olas rompían con una fuerza inusitada. La belleza tenía algo de romántica, y por tanto de siniestra. Las palmeras altas parecía que se iban a echar a volar. Entonces entendí qué es que una Comunidad autónoma esté en alerta roja.
Cuando al día siguiente el río desbordó, las carreteras estaban intransitables y los helicópteros rescataban gente, también me di cuenta de que estaba en el mejor lugar donde se podía estar. Cuando todas las embarcaciones furon arrastradas por el río hasta el mar, donde las esperaban unas olas despiadadas que con su potencia las rompían, empujaban contra rocas o hundían, supe que era mejor no bañarse, y cuando esas mismas olas rompieron la valla de la casa donde me alojaba (lo siento, amigo), cuando los rayos iluminaban la ensombrecida tierra, la ennegrecida Jávea, comprendí que mi madre me llamara tres veces en una tarde.
Pero lo que de veras he vuelto a experimentar este puente es que da igual lo que hagas, el tiempo, la comida o la casa, la playa o el monte, el campo o la ciudad. Lo que de veras importa es con quién estés. Yo me lo he pasado en grande y volvería a Jávea aunque siguieran las tormentas, inundaciones o alertas.
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